martes, 27 de septiembre de 2011

"LAS NUBES" DE LA ALCARRIA

A veces no es necesario viajar lejos ni a uno de los grandes destinos que copan revistas y conversaciones de Internet para que un viaje sea especial. Hay lugares que en unos kilómetros encierran en sí mismos todos los ingredientes para hacer de un viaje una experiencia única. Y uno de esos destinos es "Las Nubes". Con este post inauguro la serie que os tenía prometida sobre "pequeños lugares fascinantes", que espero os inspire sobre todo para esas escapadas cortas que son "la sal de la semana", si no de la vida.

Hoy viajamos a un destino próximo, de interior, rico en paisajes y pueblos con encanto: Guadalajara. Y, ya en Guadalajara, a Las Nubes, toda una experiencia de alojamiento rural hecho a la medida de dos. A poco más de una hora de Madrid, al abrigo de los Montes de Albalate, Las Nubes invita al descanso, a la evasión absoluta y, al disfrute, especialmente en pareja, del placer de las buenas vistas, el aire puro y el contacto con el campo.

El camino que conduce a Las Nubes a menudo pierde el apelativo de camino. Y cuando uno ya se cree perdido, de repente comprende el porqué de Las Nubes. Allá arriba, al borde de un barranco, mirando al precioso paisaje que pinta el Tajo sobre la Vega del Marqués, emerge una casa de líneas puras, con amplias cristaleras para disfrutar sin cortapisas de las espectaculares vistas. Unas vistas que, sin duda, son la mejor carta de presentación del hotel, si bien no el único reclamo.



La filosofía de Las Nubes cumple a rajatabla aquello de "sentirse como en casa". Sírvase usted mismo en el bar (y abone lo que deba). Muévase libremente por la finca, respetando a las gallinas. Juegue a lo que quiera, dejándolo como lo encontró, para disfrute del siguiente. Y coja si apetece unas cerezas del mismo árbol. El restaurante es increíble, no tanto por el diseño, si bien está puesto con gusto y mimo y está excelentemente bien llevado por quien hace de su negocio su casa, sino por su materia prima. Poco donde elegir, si se quiere, pero de acierto seguro, por la calidad de los productos. Especialmente "los de la casa". Una ensalada de tomates de "las Nubes" o unos huevos del corral de "las Nubes" con jamón ibérico, recuerda el placer de las cosas sencillas. Y el sabor del campo.

Las Nubes tiene un huerto ecológico del que se alimenta su despensa; además de jardín, piscina, sauna, jacuzzi y un acogedor salón común con chimenea en el que disfrutar, con una copa, de las increíbles panorámicas.

A la hora de dormir, recomiendo las cuevas bioclimáticas, el otro gran reclamo del hotel. Por supuesto por aquello experimentar el placer de la ecología -semienterradas, su técnica de construcción permite que conserven una temperatura estable de 20º, tanto en invierno como en verano, y consiguen un ahorro energético de más del 60%- pero también por su indiscutible encanto. Paredes de yeso, muebles de obra, jacuzzi, nada de televisión, sí de ipod con una música la mayor de las veces étnica, bien pensada para ambientar, terraza privada con vistas... el escondite ideal para parejas. Si buscabais algo romántico con lo que sorprender, lo habéis encontrado.


Cuevas, restaurante, jardín, huerto ecológico, actividades de aventura (bicicleta, senderismo, tiro con arco, piragüismo, paseos a caballo), son ingredientes más que suficientes para no aburrirse. Sin embargo, los que gustan de conocer, encontrarán buenas visitas en la zona: el pueblo medieval amurallado de Almonacid de Zorita; Pastrana, capital de la Alcarria y Conjunto Histórico Artístico; o los embalses de Entrepeñas y Buendía son algunas ideas.

Hotel Las Nubes
Camino de Cabanillas s/n. Albalate de Zorita. Guadalajara
 www.casarurallasnubes.com



miércoles, 21 de septiembre de 2011

VENECIA: IR ES VOLVER

Hay ciudades que sueñas con conocer. Y hay ciudades a las que sólo sueñas con volver. Venecia es una de ellas. Podría ir cada fin de semana sin que mi entusiasmo se viera mermado. Sin hacer más que pasear. Perderme por sus callejas. Y cenar en una pequeña terraza de un pequeño restaurante en un pequeño rincón. No sin antes, eso sí, dejarme caer por Rialto. Románticas vistas, todo el encanto de la vieja Venecia y un buen puñado de tiendas curiosas en un precioso puente que lo ha visto todo. ¿Quién quiere más?



Venecia hace honor a su fama de “una de las ciudades más bellas de la vieja Europa”. Tan genuina, tan especial, tan rara si se quiere… que parece irreal. De fábula. Como una ciudad de cartón piedra. Tan imposible en su origen (está construida sobre un centenar de islotes, conectados entre sí por los famosos puentes y canales) y tan generosa en palacios, balaustradas, callejones sin salida y recoletos rincones, que parece de mentira. Una recreación a medida del regocijo del paseante. Y qué lejos de la verdad, tratándose de una ciudad con más de 1.500 años de historia.

El poder de la vieja Venecia se deja hoy sentir –y sobre todo, admirar- en la elegancia de una ciudad que durante más de mil años dominó el Mediterráneo oriental. Basta un paseo por el Gran Canal para empaparse de aquel viejo poder, reflejado aún en los palacios que se yerguen a ambos lados y las cúpulas de las iglesias (oí decir que casi un ciento) que brillan al fondo. Una ciudad de ensueño. Más que eso. La ciudad soñada. No es de extrañar que haya sido frecuente fuente de inspiración de literatura y cine.



Sin embargo, mi primer encuentro con Venecia, más que encuentro fue encontronazo. Craso error acceder por primera vez a la ciudad a través de la Plaza de San Marcos a la una del mediodía. Hora punta para el turisteo en un lugar, por ende, siempre atestado de palomas. Sin embargo, la reconciliación no se hizo esperar, en un pequeño hotel boutique con salida a la plaza. A esa misma plaza que casi me hizo llorar y que en apenas unas horas llegué a adorar.

Y es que San Marcos es lo mejor y lo peor de Venecia. Lo peor porque, única plaza de la ciudad (por algo es “la Piazza”) y escenario de uno de sus grandes orgullos, la Basílica, es cita obligada para los cientos de visitantes que recorren diariamente la ”Ciudad de los Canales”. Un  hervidero de gente, sobre todo a ciertas horas, que puede restar brillo a la experiencia San Marcos. Pero también es lo mejor, porque cuando se va la luz del día, los turistas se recogen en sus hoteles lejos del centro y, los que se quedan, cenan a la europea… San Marcos pace tímidamente bajo una luz tenue. Sentarse en la arcada sin hacer nada más que mirar (y escuchar) es un grato recuerdo que llevarse de Venecia. La música de los bares de la plaza son muy turísticos para comer, pero muy funcionales para ambientar. Un buen momento con el que poner el broche de oro a una jornada maratoniana, con el hilo musical del siempre infalible Canon de Pachelbel. Ideal para románticos.



Otra buena ida es subir al Campanille al atardecer. Ver Venecia de día a los pies y tornarse minuto a minuto anaranjada bien merece la espera, y es otro bonito recuerdo para llevarse de vuelta. Otra idea para apuntar, una vez paseado y repaseado y vuelto a pasear el sinuoso centro histórico, es hacer una excursión a Burano. A Burano, que no Murano, donde verás la fábrica, el soplado (un arte), mil y una piezas (más o menos bonitas pero con el mérito indudable de una técnica admirable)… y pasarás un mal rato intentando eludir la compra de una lámpara de lágrimas azules.

La isla de Burano, ubicada a 7 kilómetros de Venecia, es cuanto menos pintoresca, con sus casas de vivos colores. Sin duda éste es el reclamo estrella de esta pequeña ciudad, cuyos vecinos están obligados a pintar sus fachadas con frecuencia. Como sucede con tantas villas marineras, se dice que el origen de las casas a todo color está en la necesidad de que los marinos vieran sus casas mar adentro en días de niebla. Será efecto de la colorterapia, el caso es que la visita a Burano apetece y gusta mucho. Puedes completarla comiendo en una de sus animadas terrazas.



Y para aquellos que vayan varios días a Venecia y quieran una jornada de relax, una última sugerencia, a menudo olvidada de las recomendaciones de viaje: un día de playa entre venecianos. Venecia tiene playa, sí, Lido, que no significa otra cosa que eso mismo: “playa”. Viene bien recordarlo en esta época de verano tardío, en los inicios de la primavera y, por supuesto, en el estío. Lido es la zona que vemos refulgente de estrellas del celuloide durante el famoso Festival de Venecia. A comienzos del siglo XX era considerada una de las playas más elegantes de Europa y si bien hoy poco queda, si no nada, de aquel esplendor que atrajo durante años a la clase alta y los artistas, no deja de ser una tentadora opción para calmar los calores y compartir una jornada con lugareños. Y también con  turistas, por supuesto. En sus 12 kilómetros caben todos.

viernes, 16 de septiembre de 2011

RINCONES DE ESPAÑA (I): MEDINA DEL CAMPO (VALLADOLID)

Por supuesto que me encanta escaparme a Nueva York, Londres, Roma o Lisboa. Y en cuanto puedo, vuelo. Y repito. Pero también me encanta hacerlo a Soria, La Rioja o Cáceres. Y también repito. Sea porque estemos tan obnubilados por lo de fuera que olvidamos lo que tenemos cerca; o sea porque el low cost hace más fácil volar a una capital europea que coger el coche para llegar a una villa medieval perdida en la meseta castellana, el hecho es que llama la atención cuántos destinos de allá son sobradamente conocidos y cuánto los de acá desconocidos. O por lo menos, posteados.

Y sin embargo, recomiendo el esfuerzo de rodar carretera arriba o abajo. Y amanecer en el campo, comer lo propio de la tierra y descubrir lo que se tercie. Sea un Parque Natural o una joya del románico, un pueblo de pescadores o una villa medieval. Hoy os propongo saborear esos pequeños y grandes rincones de España. Merece la pena.

Por tierras de Castilla
Un fin de semana de esos raros, con ganas de respirar aire puro pero sin saber dónde, buceé en tierras castellanas. Alojada en una mini casa de un mini pueblo, llevada por los consejos de los lugareños fui a parar a Medina del Campo. Mil veces había pasado por el desvío de la A6. Otras tantas en tren. Y nunca parado. Ni sé por qué no.

A 53 kilómetros de Valladolid, Medina del Campo es una villa castellana de ésas que, seis siglos después y repleta de comercios, bares y terrazas, transmite toda la esencia de la vieja Castilla. Y su sabor.  Sabor de antes y sabor de ahora. Sabor a lechazo. A cochinillo. A cocadas. A Rueda.

Abundante en palacios, casonas y conventos de los siglos XV y XVI, que lucen intactos la elegancia y porte típicamente castellanos; y a la sombra de la figura de Isabel la Católica, que pasó en Medina sus últimos días, el centro histórico es Conjunto Histórico Artístico desde el año 78. Centro neurálgico de la vida de antaño y la actual, la Plaza Mayor, hoy Plaza de la Hispanidad, vio florecer la Medina de las Ferias, esa Medina que se ganó a pulso su esplendor en los siglos XV y XVI y que la convirtió en centro comercial del Reino.

Resulta obligada la subida al Castillo de la Mota, uno de los más grandes de Castilla, en cuyo derredor aglutinó a la primitiva ciudad de Medina. Construido entre los siglos XII y XV ha tenido múltiples usos a lo largo de la historia; entre otros, fue testigo, durante un tiempo, de la enajenación de Juana la Loca.

Medina del Campo acoge las Edades del Hombre, a dúo con la otra Medina, la de Rioseco. Un pretexto perfecto para escaparse, especialmente para amantes de la cultura y el arte; si bien no hace falta serlo para sentir el valor de la muestra, que bajo el título de “Passio” congrega unas 180 obras de diferentes disciplinas sobre la Pasión de Cristo. Estará abierta hasta noviembre.


Castillo de la Mota. Medina del Campo


Completando la escapada, un par de recomendaciones en las cercanías: Rueda y Torrelobatón. De la primera sólo sabía que sus vinos me contentan el paladar. Aún no siendo, muy a mi pesar, una entendida en enología, fui en cualquier caso a parar a una bodega local. Al fin y al cabo "donde fueres, haz lo que vieres". De Prado Rey se trataba, para más señas. No luciendo la magnificencia de otras bodegas, con la rúbrica de famosas firmas o el amparo de apellidos de peso y siglos de tradición; ni ofreciendo una de esas visitas que, paseando entre viejas barricas le encogen a uno ojo, nariz y alma, resultó especialmente grata. Gracias a una cata muy bien cuidada, con dedicación de tiempo y mimo y rica en explicaciones para todos los públicos, entendidos o no. Y también rica en maridaje. No sólo de vinos.


Rueda
En cuanto a Torrelobatón, ni situarlo sabía en el mapa. Afortunadamente, mi GPS supo. Resulta que ese pequeño pueblo de, en teoría, 500 habitantes, esconde una auténtica joya: la Iglesia de Santa María. Realizada en estilo mudéjar, me explican que data del siglo XV, con incorporaciones del XVI y un pórtico neoclásico del XVII. Su retablo mayor es extraordinario. Así me lo parece. Y así me lo confirman. Y así lo recomiendo. Sólo en un pueblo puede pasar que no te cobren entrada, te hagan visita guiada y no sólo te guíen, sino que te lleven a la sacristía para enseñarte pequeños tesoros del arte sacro aún pendientes de una restauración que les saque brillo. Y así, sin más, yo los veo brillar ante mi cara ojiplática. Auténticas obras de arte.

Junto a la Iglesia, el otro orgullo de Torrelobatón es su castillo, del siglo XIII, visible desde todo el Valle. Dicen por ahí que apareció en la película del Cid y que los vecinos de la localidad intervinieron como extras. Habrá que verla a ver si reconozco a alguno.

martes, 13 de septiembre de 2011

DE MACHU PICCHU AL CIELO

Viajar por Perú es como ver una película: a cámara lenta y en tecnicolor. Perú está hecho de tiempos largos (muy largos) y de retazos verdes, azules y rojos. Los verdes de una naturaleza explosiva, que a veces es selva, otras montaña, manglar, bosque, desierto o playa. El azul de un cielo tan brillante… que hasta parece más alto (por supuesto con la excepción de Lima, que arrastra su sambenito de “una de las ciudades más contaminadas del mundo”, bajo un cielo siempre plomizo). Y ese rojo vibrante que pinta trajes y artesanías, tan rojo, tan brillante, tan peruano, tan “rojo Perú”.

Fuera de la ruidosa Lima el reloj se detiene. Entre risas a menudo se culpa al mal de altura de ese “efecto relax”. Pero no es cosa suya. O no lo creo. Quizá lo sea de la tierra, una tierra agreste que pone barreras, también al tiempo, al tráfico, a la industria, a la urbe; o quizá lo sea del aire, fresco, puro. Sea lo que sea es contagioso. Y uno pierde la prisa. El estrés. El nervio. El mañana. El pasado mañana. El “¿y luego qué?”.


Perú es un país enorme, que ofrece un mundo de posibilidades y experiencias directamente proporcional a su tamaño. Historia, arqueología, aventura, naturaleza… Disfrutar de todo es imposible en un solo viaje, a menos que uno pueda permitirse un mes de estancia, si no más. Pero para el común de los viajeros, estirar al máximo las habituales 2 ó 3 semanas obliga a definir destinos, en función de gustos, expectativas y sueños viajeros. Yo recomiendo tres experiencias básicas. La incursión en la selva. Impresionante. El Cañón del Colca. Sorprendente. Y Machu Picchu. Pura magia. Añadiría una cuarta por referencias, el Lago Titicaca, mas lamentablemente no puedo dar fe de ella, por quedarme a las puertas. En otra ocasión.

Empezaré en este post por la “experiencia Machu Picchu”, posiblemente la más popular, pero absolutamente obligada. Había oído hablar tanto de ella que temía que los comentarios pudieran quitar brillo a mi propia experiencia... Estaba equivocada.

Descubierta hace un siglo, mucho se ha debatido sobre Machu Picchu, su origen, su función, su historia y su devenir en el tiempo… Si bien muchos debates siguen abiertos, hay un punto evidente para cualquiera: la extraordinaria obra de ingeniería que es, levantada en un paisaje tan abrupto, tan salvaje, que cuesta creer cómo pudo llevarse a cabo hace más de 500 años. Machu Picchu se alza sobre las laderas de montañas de casi 2.500 metros de altura, formando un conjunto colosal, que por su riqueza histórica y natural se ha ganado el título de Santuario. El  complejo se extiende a lo largo de más de 30.000 hectáreas en forma de plazas, templos, andenes de cultivo y casas que dan fe de la grandeza del Imperio Inca. El terreno está salpicado de orquídeas tan bonitas como caprichosas (cuentan que se han contabilizado más de 400, algunas únicas en el mundo); y las llamas pastan (y a veces corren) a sus anchas, poniendo el broche a un bucolismo tan perfecto, que parece irreal.

Así es la estampa de Machu Picchu. Pero lo que hace verdaderamente bonita la postal es más que eso: lo que transmite. Y eso es difícilmente reducible a palabras... Había oído decir que Machu Picchu era un lugar renovador de energía vital… Tal vez. Lo cierto es que elevado a 2.500  metros de altura, entre montañas de gran dureza y oscuros bosques, respirando la leyenda, sintiendo el misterio y el peso de más de cinco siglos de historia, uno se siente especial. En el ombligo del mundo. Y flota. Y huye. Y vuelve. Y se ve con otros ojos.




Alcanzar el cielo de Machu Picchu exige un largo viaje, que la mayoría de los visitantes hacen en tren. Un viaje largo (casi cuatro horas) pero fascinante. Si bien hacerlo a bordo del Hiram Bingham (de Orient Express) es un pequeño gran lujo que recomiendo, el verdadero lujo no está tanto dentro como fuera, en un paisaje que crece y bulle, mutando de valle –el famoso Valle Sagrado- a colinas, a montañas, a más que montañas: a los Andes. Todo un placer que trasciende el sentido de la vista.

Para valientes en forma, una buena idea es hacer el Camino Inca a pie, a través de los antiguos senderos y caminos que comunicaron Cusco con Machu Picchu. El recorrido es duro, exige buena forma física y tiempo, pues según tengo entendido el tramo más corto lleva cuatro días. Sin embargo, también tengo entendido que merece mucho la pena. Era tentador... ¡pero a una le faltaba entrenamiento!





viernes, 9 de septiembre de 2011

DUBROVNIK: CIUDAD DE CUENTO

Mi encuentro con Dubrovnik fue de auténtico flechazo. Sin poder remediarlo, quedé noqueada por la fascinación, perdida por completo mi capacidad de palabra hasta sólo articular: “¡es de cuento!”. Y sin embargo, algo que de primeras podría parecer infantil no hace sino expresar de la forma más precisa la esencia de Dubrovnik. “Ciudad de cuento”. Rodeada del azul del Adriático, tocada por el brillo naranja de sus tejados y el verde pulcro de las ventanas, la ciudad medieval de Dubrovnik pinta una imagen perfecta, al abrigo de sus murallas. Tan perfecta, que parece de fábula. Con creces hace honor a su apodo de “perla del Adriático" y despliega un embrujo a cuyos efectos aún no conozco a nadie que haya escapado. A mí, lo confieso, me ha conquistado.




El mejor plan en Dubrovnik es pederse. Callejear sin rumbo, subiendo y bajando escalinatas que conducen, seguro, a coquetos rincones que empujan a apretar sin cesar el disparador de la cámara, y adentrarse en palacios y conventos que hablan de siglos de historia y arte, gótico, renacentista y barroco. Y empaparse sin prisa de ese aroma fabulesco, tan, tan romántico, que pocas ciudades saben transmitir con tanta fuerza.

De día resulta obligado recorrer las murallas: impresionantes. Casi dos kilómetros de ciudadela abraza la antigua Ragusa. Recorrer las murallas permite disfrutar de un paseo de gratas sorpresas, con vistas únicas de la ciudad; por supuesto de sus palacios, jardines e iglesias, pero también del peculiar paisaje que pintan sus tejados anaranjados, posiblemente de los más hermosos de Europa. Y cómo no, del mar. Doy fe del color turquesa del Adriático, de sus aguas claras y de la tentadora llamada de sus playas. Si bien las que rodean Dubrovnik posiblemente no sean ni las más bonitas ni las más famosas, un chapuzón con vistas a "la perla" es, cuanto menos, un gusto.

Vista de los tejados desde las murallas, protegidas por la UNESCO

Las murallas tienen una longitud de casi 2 Km
Si perderse por Dubrovnik de día tiene encanto, hacerlo al atardecer es memorable. Es el momento en que la ciudad se despeja de turistas, los cruceros abandonan puerto, se dispersa el gentío en la calle Stradun, la arteria principal de la ciudad, que la divide en dos mitades prácticamente similares, y la ciudad recobra todo su porte medieval. Más aún a la luz rojiza de las antorchas, que iluminan tenuemente caminos, portones y calles y hacen volar la imaginación. Es hora de abandonarse al hechizo y alimentar el pequeño placer que es la gastronomía con encanto, en alguna de las pequeñas terrazas que pueblan plazas y rincones. ¿Y qué pedir? Recomiendo el arroz (el arroz negro es una de las estrellas del recetario croata pero los arroces con marisco también son una buenísma opción) regado con un vinito; si bien una no es entendida en enología, los de Dingac y Postup son muy reconocidos.

De noche, Dubrovik multiplica aún si cabe su embrujo 

miércoles, 7 de septiembre de 2011

RIVIERA MAYA (I): LA EXPERIENCIA CENOTE

He de confesar que la Riviera Maya siempre me había dado pereza. Quizá suene raro, pero la idea de vivir siete días a medio camino entre la hamaca y el mar no me resulta tentadora, por mucho que la hamaca esté bajo palmeras, sobre arena blanca, ante un mar turquesa y corra el margarita. Si bien la imagen puede parecer idílica no constituye mi ideal de viaje. Sin embargo, fui a la Riviera Maya, vi, viví… y cambié de idea. ¡Adiós pereza!

Por supuesto la arena blanca, el mar turquesa y los margaritas son parte del encanto de  la Riviera Maya y quienes han ido los recuerdan con grandes dosis de nostalgia. Sin embargo no son éstos los encantos que le dan personalidad y pueden motivar la elección de la Riviera frente a otro destino caribeño, también con abundancia en playas paradisíacas y cócteles bajo las palmeras.

En éste y sucesivos posts os contaré mis cinco experiencias preferidas en Riviera Maya, aquéllas que me hicieron conectar con la esencia del destino y por las que no sólo lo recomendaría, sino que yo misma repetiría. Empezaremos con "la experiencia cenote".

Sumergirse en un cenote es una experiencias única. Casi irreal. Simplificando mucho (mucho), podríamos decir que un cenote es una especie de pozo o caverna de agua, que los mayas utilizaban como lugar sagrado y de sacrificio. Esa mezcla de fenómeno natural extraño (propio de la Península de Yucatán, por las características de sus suelos calcáreos, cuya permeabilidad permite la formación de cuevas y grutas subterráneas) y su componente histórico-mágico es lo que le confiere un halo de irrealidad que roza lo onírico.

Mi “baño de bautismo” fue en un cenote mayúsculo: el Cenote del Jaguar. Siento subir un escalofrío por la espalda, mezcla de miedo y emoción, al recordarme descendiendo en rappel 17 metros por un agujero oscuro tierra abajo, hasta caer en un pozo de agua helada, rodeado por paredes terrosas en una de las cuales la luz dibujaba los ojos de un jaguar.

Oscuridad absoluta al bajar hacia un agua negruzca, que sólo pasados unos minutos de nervios por no saber qué esconde, mis ojos acostumbrados permiten atisbar con recocijo que es clara y limpia. Limpia de polución y también limpia de alimañas y monstruos marinos. El silencio es tal que se puede oír el silencio. Y creo que también mi miedo. Unos minutos para imbuirme del espíritu maya (no en vano previamente he protagonizado un ritual purificante a manos de un chamán), inspirar la pureza del cenote, escuchar una vez más el goteo del agua… y pido ayuda para ascender los 17 metros de cuerda.

Si bien la experiencia en el Cenote del Jaguar fue sublime (miedito incluido), no fue el único. Cruzar en tirolina los 100 metros de ancho del Cenote del Caimán, con el caimán abajo, también tuvo grandes dosis de emoción. Éste es un cenote abierto (para no entendidos, pasaría por un lago), en medio de la jungla, rodeado de esa exubrante flora (y fauna) propiamente de la selva. Un lujo de enclave y una grata experiencia,  subidón de adrenalina incluido.

Imagen del Cenote del Caimán. Foto: Alltournative


Tirolina en el Cenote de El Caimán