viernes, 9 de septiembre de 2011

DUBROVNIK: CIUDAD DE CUENTO

Mi encuentro con Dubrovnik fue de auténtico flechazo. Sin poder remediarlo, quedé noqueada por la fascinación, perdida por completo mi capacidad de palabra hasta sólo articular: “¡es de cuento!”. Y sin embargo, algo que de primeras podría parecer infantil no hace sino expresar de la forma más precisa la esencia de Dubrovnik. “Ciudad de cuento”. Rodeada del azul del Adriático, tocada por el brillo naranja de sus tejados y el verde pulcro de las ventanas, la ciudad medieval de Dubrovnik pinta una imagen perfecta, al abrigo de sus murallas. Tan perfecta, que parece de fábula. Con creces hace honor a su apodo de “perla del Adriático" y despliega un embrujo a cuyos efectos aún no conozco a nadie que haya escapado. A mí, lo confieso, me ha conquistado.




El mejor plan en Dubrovnik es pederse. Callejear sin rumbo, subiendo y bajando escalinatas que conducen, seguro, a coquetos rincones que empujan a apretar sin cesar el disparador de la cámara, y adentrarse en palacios y conventos que hablan de siglos de historia y arte, gótico, renacentista y barroco. Y empaparse sin prisa de ese aroma fabulesco, tan, tan romántico, que pocas ciudades saben transmitir con tanta fuerza.

De día resulta obligado recorrer las murallas: impresionantes. Casi dos kilómetros de ciudadela abraza la antigua Ragusa. Recorrer las murallas permite disfrutar de un paseo de gratas sorpresas, con vistas únicas de la ciudad; por supuesto de sus palacios, jardines e iglesias, pero también del peculiar paisaje que pintan sus tejados anaranjados, posiblemente de los más hermosos de Europa. Y cómo no, del mar. Doy fe del color turquesa del Adriático, de sus aguas claras y de la tentadora llamada de sus playas. Si bien las que rodean Dubrovnik posiblemente no sean ni las más bonitas ni las más famosas, un chapuzón con vistas a "la perla" es, cuanto menos, un gusto.

Vista de los tejados desde las murallas, protegidas por la UNESCO

Las murallas tienen una longitud de casi 2 Km
Si perderse por Dubrovnik de día tiene encanto, hacerlo al atardecer es memorable. Es el momento en que la ciudad se despeja de turistas, los cruceros abandonan puerto, se dispersa el gentío en la calle Stradun, la arteria principal de la ciudad, que la divide en dos mitades prácticamente similares, y la ciudad recobra todo su porte medieval. Más aún a la luz rojiza de las antorchas, que iluminan tenuemente caminos, portones y calles y hacen volar la imaginación. Es hora de abandonarse al hechizo y alimentar el pequeño placer que es la gastronomía con encanto, en alguna de las pequeñas terrazas que pueblan plazas y rincones. ¿Y qué pedir? Recomiendo el arroz (el arroz negro es una de las estrellas del recetario croata pero los arroces con marisco también son una buenísma opción) regado con un vinito; si bien una no es entendida en enología, los de Dingac y Postup son muy reconocidos.

De noche, Dubrovik multiplica aún si cabe su embrujo